17- LOS NOVIOS DE CANÁ

En Caná se celebra una boda pero al poco tiempo se acaba el vino. Jesús hace algo para que la fiesta de los pobres continúe.

Tres días después hubo una boda en Caná de Galilea, el pueblo de donde era Natanael. Se casaba su vecino, el leñador Sirim, con Lidia, una muchacha pobre de una aldea cercana. A la fies­ta invitaron a María, la madre de Jesús. Y también nos invitaron a todos nosotros.

Felipe – ¡Ya viene la novia!
Todos – ¡Ya viene! ¡Ya viene!

El momento más importante de la celebración era la llegada de la novia. Traía la cara cubierta con un velo azul y en la cabeza una corona de azahares. El novio salió a recibirla y todos entramos con ellos al patio de la casa donde empezaban a chisporrotear muchas lamparitas de aceite.

Jesús – Oye, mamá, yo no pensé que viniera tanta gente a la fiesta. Somos muchos.
María – Sí, Jesús. Los padres de Sirim siempre han sido muy pobres pero muy generosos también. Si tienen dos panes te darán uno. Y si tienen uno, la mitad. Ya ves, nosotros no los conocemos tanto y enseguida nos invitaron.

En Caná de Galilea conocimos a María, la madre de Jesús. Era una campesina bajita, con la piel tostada y el pelo muy negro. Tendría unos cuarenta y cinco años. Sus manos eran grandes y callosas, como las de quien ha trabajado mucho. No era una mujer bonita, pero su mirada era viva y simpática. Cuando hablaba, tenía el cantar de los galileos. Al sonreír, se parecía mucho a Jesús.

Jesús – ¡Bueno, mamá, a divertirnos! ¡Que las fiestas hay que aprovecharlas bien!
Pedro – ¡Ya están sacando las frituras! ¡Al ataque, compañeros!
Juan – Espérate un poco, Pedro, deja que las sirvan.
Pedro – Es que tengo un hambre que me muero, Juan.
Juan – ¡Ahora hay que llenarse bien la panza, que después viene el baile!
Pedro – Hacía mucho tiempo que no estaba yo en una boda. ¡Esto es lo más grande de la vida! ¡Baile, comida y vino! ¿Qué más se puede pedir?

Para celebrar la boda de Sirim y Lidia, sus padres habían hecho un gran esfuerzo. Asaron algunos cabritos y algunas gallinas y compraron dátiles y aceitunas en cantidad. También compraron vino, el vino de Caná, que era famoso en toda Galilea, y que se subía muy pronto a la cabeza.

Juan – ¡Por los novios!
Felipe – ¡Para que vivan más años que Matusalén!
María – ¡Por la novia!
Mujer – ¡Para que le dé más hijos a Sirim que los que Lía le dio a Jacob!
Pedro – ¡Por el novio!
Juan – ¡Para que de su familia nazca el Mesías que aplaste a los romanos!

Después de brindar varías veces con las jarras rebosando vino, empezó el baile en el patiecito de la casa. Los hombres formaron una rueda. Y las mujeres, otra. Todos nos olvidamos de las pequeñas y grandes penas que teníamos. Con el vino, la alegría de la fiesta se nos había metido en el corazón.

Juan – ¡Ahora tú, Felipe, al medio!
Felipe – ¡A los novios de Caná
yo les tengo que decir
que esta fiesta está tan buena
que yo no me quiero ir!
Pedro – ¡Te toca a ti, Jesús, te toca!
Felipe – ¡Vamos, al medio!
Jesús – ¡Qué bonita está la novia
y qué honrado su marido
y qué sabroso es el vino
que los dos nos han servido!
Todos – ¡Bien! ¡Bien!
Muchacha – Estas son las bodas, leré
Que viva el novio, leré, leré
Viva la novia, leré
que sean felices, leré, leré
Si las bodas duraran, leré
toda la vida, leré, leré
la vida entera, leré
no me cansaría, leré, leré
de estar en ella.
Vecina – ¡Ea, María, que hacía mucho tiempo que no bailábamos tanto!
María – ¡Uff! ¡Ya no puedo más! ¡Ya no puedo más!

María dejó de bailar un rato y se fue a la cocina. Quería ver cómo la madre de Sirim preparaba las tortas de miel.

María – ¿Cómo van esas tortas, Juana? ¡Desde fuera huelen!
Juana – Uff, yo no me imaginaba que casar a un hijo diera tanto trabajo. Ya verás, María, cómo es la cosa cuando le toque al tuyo.
María – ¡Uy, ése! ¡Lo que falta para que yo vea ese día! ¡Y por el Dios de los cielos, que entonces sí que iba a bailar con más gusto que nunca!
Juana – Nada de eso. Te tocaría estar en la cocina, como a mí.
María – Bueno, ¿te puedo echar una mano en algo?
Juana – Samuel ha ido a buscar más vino al patio. Cuando venga, le ayudas a llenar las jarras. Está quedando bien la fiesta, ¿verdad, María?
María – De veras que sí, Juana. Hay mucha alegría.
Juana – Hemos hecho de todo para poder darle una fiesta así a los muchachos. Ya iremos saliendo de las deudas poco a poco, ¿no te parece? ¡Un día es un día, qué caray! Ah, mira, ahí viene ya Samuel.
Samuel – Mujer, la gente está bebiendo demasiado y sólo nos quedan tres cuartas de barril. Si esto sigue así, dentro de un rato no tenemos una gota de vino.
Juana – Pero, ¿qué dices? No puede ser, viejo. ¿Y los otros barriles? ¿Has mirado bien?
Samuel – Claro que he mirado bien. Los otros dos barriles están más secos que el desierto de Judea. Se lo han bebido todo.
Juana – Seguro que no has mirado bien, viejo. Tiene que haber más.
Samuel – ¡Ay, qué mujer más desconfiada! Te digo que sólo hay un tanto así. Y que dentro de una hora ya no habrá más.
Juana – Pero, Samuel, ¿y qué hacemos entonces? Dime, María, ¿qué vamos a hacer ahora? ¡Ay, Dios mío, qué vergüenza, cómo le decimos a la gente que no hay vino para brindar, que se vayan ya… Si esto estaba empezando… ¡Cómo se va a acabar la fiesta así! ¡Ay, Dios mío!
Samuel – Pues no sé lo que vamos a hacer. Yo no puedo ir a comprar más vino. Debemos esos tres barriles. No me van a fiar ninguno más.
Juana – ¡Tú tuviste la culpa por invitar a todo el barrio! ¡Los pobres no podemos tener fiestas, viejo, ya ves qué pronto se nos acaba el vino!
Samuel – Vamos, mujer, no grites tanto que te van a oír allá en el patio.
María – ¡Jesús, ven acá un momento! ¡Jesús!
Vecino – Eh, Jesús, mira a tu madre en la puerta. Te está llamando.
Jesús – ¡Vuelvo enseguida!
María – Oye, Jesús, mira lo que ha pasado.
Jesús – ¿Qué pasó? ¿Te cansaste ya de bailar? ¿Te sientes mal?
María – No, hijo, es otra cosa.
Jesús – Pero, ¿por qué tienes esa cara de velorio, mamá? Esto es una boda.
María – Jesús, no tienen vino. Nos lo hemos bebido todo. Ya se les acaba.
Jesús – Bueno, ¿y qué? ¿Quieres que vaya yo a comprarlo? No tengo dinero, la verdad.
María – No, hijo, no es eso.
Jesús – Y entonces, ¿qué? ¿Por qué me lo dices a mí?
María – ¿Y a quién se lo voy a decir, Jesús? ¿No se te ocurre nada?
Jesús – No sé, así de repente… ¿Estás segura que se les acabó el vino?
María – Ve y pregúntale a la madre de Sirim, que está llorando ahí en la cocina como una plañidera… ¡se les acabó la fiesta!
Jesús – ¿Qué es lo que pasa, Samuel?
Samuel – Nada, muchacho, que el vino se acabó. ¡Qué le vamos a hacer! Paciencia y resignación. Y esta mujer que no para de llorar… ¡Maldita sea, cállate de una vez, me pones más nervioso!
María – No le grites así, Samuel. Ella también esta nerviosa, la pobre.
Jesús – Pero, ¿estás seguro que no hay vino? ¿Se acabó todo?
Samuel – Ve a verlo, Jesús. Queda una cuarta en el barril. No hay más. ¿Y qué voy a hacer yo? Yo no puedo hacer milagros. No hay vino. Ustedes se lo han bebido todo. Pues no vengan ahora a protestar.
Juana – ¡Tan linda que estaba quedando la fiesta, tan bonita! ¡Y cómo va a terminar!
Samuel – ¡Y otra vez con lo mismo!
Jesús – ¿Se te ocurre algo, Samuel?
Samuel – Sí, decirle a la gente que se vayan, que esto se acabó. ¿Que no se quieren ir? Que beban agua. Yo no tengo otra cosa que ofrecer: que beban agua como las ranas.
Jesús – Yo no tengo ni un cobre, Samuel, no te puedo ayudar a comprar más vino.
Samuel – Ya lo sé, Jesús. Y los que están bailando tampoco. Todos los que han venido a mi casa son unos muertos de hambre como yo. ¿A quién le voy a pedir? Bueno, que se conformen entonces. Yo les di lo que tenía. No puedo hacer más. ¿Quieren seguir bailando y divirtiéndose? Que beban agua y que la endulcen con un poco de miel, si no les gusta. ¿Qué más puedo hacer yo, Jesús, dime?
Jesús – Pues eso mismo que estás diciendo, Samuel, claro que sí. Ea, vamos a sacar agua del pozo y a llenar unos cuantos barriles… Y si no, traemos las tinajas de lavarse las manos. Son grandes y hay como cinco o seis junto a la puerta, ¿no?
Juana – Pero, ¿qué van a hacer ustedes, viejo? ¿Están locos los dos? ¿Cómo van a repartir agua? ¡Ay, María, qué vergüenza, qué vergüenza!
Samuel – ¿Qué te parece a ti, María?
María – Sí, haz lo que dice Jesús. ¡Qué remedio queda! Y explícale a la gente lo que ha pasado.
Juana – ¡Ay, Dios mío, no me hagas pasar esta vergüenza!

Jesús y Samuel, el padre del novio, fueron a llenar las tinajas con agua del pozo. La casa estaba repleta de gente. El baile había terminado. El olor a sudor y a vino se mezclaba con el per­fume de las mujeres y el aceite quemado de las lámparas. Todos estábamos esperando que nos sirvieran otras jarras de vino para brindar.
María – Ay, Jesús, hijo, no sé lo que va a pasar cuando la gente vea que sólo hay agua en las jarras.
Jesús – ¡La fiesta seguirá, mamá! ¡No te preocupes, que la fiesta seguirá!

Y la fiesta siguió. Con más alegría, con más bailes y hasta con mejor vino.

Juan – ¡Caramba, hombre, este vino es de primera, está mejor que el otro! ¡Mira qué guardadito se lo tenían! ¡Arriba otra copa!
Pedro – Este Samuel es un tipo especial, hace las cosas al revés. ¡Cuando ya estamos medio borrachos, saca el mejor vino!
Felipe – ¡Vivan los novios! ¡Vivan Sirim y Lidia!
Samuel – Pero, ¿a dónde fuiste a buscar este vino, muchacho? ¿A quién se lo compraste?
Jesús – Usted no se preocupe, Samuel. ¿No ve que la fiesta sigue? ¡Eso es lo que importa!
Samuel – Prueba un poco, mujer.
Juana – ¡Ay, qué cosa más buena, qué rico está! ¡Ya sabía yo que lo tenías escondido, viejo! Pero, ¿por qué me has hecho pasar un mal rato tan grande? ¡Ay, qué viejo éste!
María – Jesús, pero, ¿qué es esto?
Jesús – ¡Que la fiesta sigue, mamá, que Dios quiere que la fiesta de los pobres dure para siempre!

En casa de Sirim, la alegría siguió aquella noche y la otra y la otra. Aquel vino alegró nuestro corazón. Y una jarra iba y otra venía. Mucho tiempo después supimos que aquel vino nuevo había sido antes agua del pozo de la casa de Sirim. Fue María la que nos lo contó. Nos contó también que aquel día se dio cuenta por primera vez que Jesús se traía algo entre manos, algo muy difícil de entender para ella, pero tan alegre como una fiesta de bodas.

Juan 2,1-11

 Notas

* En Israel, las bodas duraban siete días. El vino era elemento fundamental en la fiesta, era la bebida más usada y era también un símbolo de amor. Se tomaba, sobre todo, vino tinto. En las bodas se comía, se bebía, se bailaba y se convivía durante toda una semana. Había que preparar bastante comida y suficiente vino para no defraudar a los invitados que esperaban los días de boda como los más señalados del año.

* Solamente el evangelio de Juan narra las bodas de Caná. La estructura propia de su evangelio y su estilo, hacen del relato una síntesis teológica y simbólica del mensaje de Jesús. Los escritos de los profetas habían pintado el día de la llegada del Mesías como un día de boda. En el festín mesiánico correría el vino en abundancia (Isaías 25,6). En Caná, el agua se transforma en vino. El agua simboliza las purificaciones que ordenaban las leyes judías y que hacían de la religión un estricto cumplimiento de normas externas. El vino es símbolo de fiesta, de libertad interior.

* La presencia de María pidiéndole a Jesús que haga “algo” en las bodas de Caná ha dado pie para reforzar la idea de algunos cristianos, especialmente católicos, de que es necesaria la mediación o intercesión de María para obtener favores de Dios. María se los pediría a Jesús y Jesús a Dios. La tradición cristiana, sin embargo, insiste con vigor en que el único mediador entre Dios y los hombres es Jesús. La presencia de María en las bodas de Caná y su intervención ante Jesús es un elemento simbólico en el relato. María representa al pueblo fiel de Israel, que reconoce que “ya no hay vino” en las vasijas de piedra, símbolo de la ley mosaica escrita en tablas de piedra. Con esta imagen, el evangelio de Juan quiso decir que la Ley antigua ha perdido su valor, que está vacía de sentido, y que Jesús la supera.

* Para referirse a los milagros de Jesús, el evangelista Juan emplea siempre la palabra griega “semeion” (signo). Usando esta palabra, evita equiparar el hecho del que da cuenta a un prodigio espectacular, y lo presenta como un signo de que Dios libera a los seres humanos. Los libera de la enfermedad, del miedo, de la tristeza, de la muerte. En cada uno de los relatos de los signos que Jesús hizo en su vida existiría, más que la narración de un hecho extraordinario, una señal de liberación.