77- COMO UN RÍO DE AGUA VIVA

En el manantial de Siloé, Jesús habla sobre el Espíritu de Dios. Los soldados que van a apresarlo, quedan cautivados por sus palabras.

El último día de la Fiesta de las Tiendas era el más importante. La semana de alegría que celebraba el fin del año y la nueva cosecha terminaba ya. Los peregrinos que abarrotaban Jerusalén se despedían ahora de la ciudad santa asistiendo a la solemne ceremonia del agua en el estanque de Siloé, junto a las murallas del sur.

Abías – ¿Todo preparado para la procesión, sacerdote Ziraj?
Ziraj – Todo preparado. Dentro de unos minutos iremos al templo a buscar el cántaro de plata. ¿Vendrá con nosotros, magistrado Nicodemo?
Nicodemo – Sí, por supuesto que iré.
Abías – Él también estará por allí. Todos estos días ha andado mariposeando por el templo con sus amigotes galileos.
Nicodemo – ¿A quién se refiere?
Abías – ¡A quién va a ser! A ese tal Jesús, el de Nazaret. ¡Ya nos tiene a todos hasta el último pelo! No hace otra cosa que armar líos o meterse en los que otros arman.
Ziraj – Gracias al Altísimo, los líos se van a acabar. Al perro rabioso hay que quitarlo de en medio para que no muerda a los demás, ¿no es así?
Nicodemo – ¿Qué quiere decir con eso, Ziraj?
Ziraj – Quiero decir que ya hemos hablado con el sumo sacerdote Caifás y que contamos con su autorización.
Nicodemo – ¿Autorización para qué?
Abías – Para agarrar a ese alborotador. Hoy termina la fiesta y termina también su charlatanería. ¡Al calabozo durante un tiempo y se le bajarán de una maldita vez los humos!
Nicodemo – Pero, ¿cómo es posible? ¿Qué están diciendo ustedes? Según nuestra ley a nadie podemos condenar sin oírlo antes.
Ziraj – Nicodemo, ¿no cree que ya son suficientes todas las sandeces que hemos tenido que soportarle a ese individuo? ¡Ha llenado toda la Galilea con su baba y ahora quiere alborotar también la capital! ¿No supo usted lo del otro día con esa mujer adúltera a la que iban a matar a pedradas, como manda la ley de Moisés?
Nicodemo – ¡Cómo no voy a saberlo! Toda Jerusalén habla de eso.
Abías – ¡Pues vamos a taparles la boca a todos! ¡Se acabó! Quitaremos a ese agitador de en medio.
Nicodemo – Mucho cuidado con lo que hacemos, amigos. La gente dice que Jesús es un profeta.
Ziraj – Sí, claro, el vino de la fiesta les ha hecho ver visiones. ¡Un profeta! ¡De Galilea no salen más que granujas y ladrones!
Nicodemo – Este hombre es distinto, Ziraj. Yo fui una vez a hablar con él y les confieso que…
Ziraj – ¿Que también a usted lo engatusó? ¡Pero, magistrado Nicodemo, por favor, abra los ojos! ¿Acaso ha creído en él alguno de nuestros jefes o de los fariseos? ¡Mire los que le siguen: la chusma, esa gentuza que ni se baña ni cumple la Ley! ¡Malditos!
Nicodemo – Óiganlo hablar primero. Sólo les pido que lo oigan hablar.
Abías – Primero le echaremos mano. Después, ya veremos lo que hacemos con él… Sacerdote Ziraj, diga a los guardias que vengan. Hemos de darles instrucciones para que hagan un buen trabajo.

Un rato más tarde, las calles cercanas al estanque de Siloé reventaban de gente. Con ramos de palmeras en las manos, esperábamos la procesión de los sacerdotes que llegaban a la fuente con un cántaro de plata para llenarlo del agua bendita y luego derramarlo sobre el altar del Templo. Las antorchas, ya encendidas, iluminaban el atardecer de Jerusalén.

Ziraj – ¡Demos gracias al Señor porque es bueno!
Todos – ¡Porque su amor no tiene fin!
Ziraj – ¡Que lo diga la casa de Israel!
Todos – ¡Su amor no tiene fin!
Ziraj – ¡Que lo digan los de la casa de Aarón!
Todos – ¡Su amor no tiene fin!
Ziraj – ¡Que lo digan los amigos del Señor!
Todos – ¡Su amor no tiene fin!

La solemne procesión llegó a la piscina de Siloé. Y un sacerdote, con una dalmática bordada con la estrella de seis puntas, bajó los húmedos escalones hasta el manantial que daba de beber a todos los vecinos de la ciudad del rey David. Luego se agachó para llenar de agua el cántaro de plata.

Ziraj – ¡Hijos míos, ésta es el agua bendita, el agua que purifica y quita la sed y da la vida! ¡Alaben el nombre de Dios y levanten los ramos en su honor!

Entonces pasó algo inesperado. Jesús se trepó sobre un ángulo de la piscina y gritó con voz muy fuerte para que todos lo oyeran.

Jesús – ¡Amigos, escúchenme! ¡Amigos, esa agua está estancada, no beban de ella! ¡El agua viva es otra! ¡El agua viva es el Espíritu de Dios!
Hombre – Rediablos, pero, ¿quién es este borracho que está dando gritos?
Viejo – ¡Bájenlo de ahí, está distrayendo a la gente y estropeando la procesión!
Jesús – ¡Amigos, el Espíritu de Dios aletea sobre el agua y hace cosas nuevas como al principio de la creación! ¡Los que tengan sed de justicia, que vengan y se unan a nosotros! ¡Y en su corazón brotará un río de agua viva, como aquel torrente que vio el profeta Ezequiel, que inundó la tierra y que la limpió de todos sus crímenes!
Hombre – Pero, ¿qué desorden es éste? ¿Hasta cuándo vamos a aguantar este descaro? ¡Tápenle la boca a ese parlanchín!
Mujer – Oye, ¿pero ése no es el que dicen que es profeta y que andaban buscando para matarlo? ¿Y cómo está dando gritos y nadie le echa mano?
Vieja – ¡A lo mejor los jefes del Sanedrín se convirtieron y se tragaron también el cuento de que ese buscapleitos es el Mesías!
Hombre – ¡Qué estupidez! ¡El Mesías viene del cielo en una nube de incienso! ¡Y éste vino de Galilea apestando a cebolla!

Santiago y yo estábamos a los lados de Jesús. Una avalancha de gente nos rodeaba. Los sacerdotes de la procesión, encolerizados por lo que estaba pasando, dejaron el cántaro de agua y los ramos de palmera, y fueron a buscar a los guardias. Pero Jesús siguió hablando.

Jesús – ¡Amigos, paisanas, miren hacia arriba! ¡Miren esas antorchas que iluminan las murallas de la ciudad! ¡Así brillará la nueva Jerusalén! ¡Les traigo una buena noticia que es luz para el mundo! ¡Y la noticia es que Dios, nuestro Padre, nos regala su Reino a nosotros, los de abajo! ¡Dios es luz, y su Espíritu es una antorcha, y el Espíritu viene a dar fuego a la tierra, sí, fuego por las cuatro puntas, y a quemar en su crisol toda la escoria y a dar a luz un mundo sin ricos ni pobres, sin señores ni esclavos, un cielo nuevo y una nueva tierra donde reinará la justicia!

Mujer – ¡Vámonos de aquí, Leonora, que esto va a acabar mal!
Amiga – ¡Qué fastidio éste, siempre tienen que mezclar las cosas de Dios con la política!
Mujer – Vamos, corre, que dentro de poco comienzan los palos y las pedradas…
Vecino – ¡Charlatán, eso es lo que eres tú, un charlatán! ¡Galileo habías de ser!
Vecina – ¡Palabras bonitas, mentiras grandes!
Vecino – ¡Cállate y muérdete la lengua, pedazo de animal! ¿No sabes que ese hombre es un enviado de Dios?
Vecina – ¿Enviado de Dios? Pero, ¿qué dices? ¡Mira qué pelos tiene! ¡Ése es un loco y nos quiere volver locos a todos! Eh, ¿no hay nadie que le dé un empujón y lo baje de ese muro?
Muchacho – ¡Ese hombre está endemoniado! ¿No lo estás oyendo? ¡Tienes el demonio de la rebeldía, nazareno!
Jesús – No, amigo, yo no tengo ningún demonio. ¡Yo sólo estoy diciendo la verdad! ¡Lo que pasa es que la verdad pica! ¡Y por eso algunos se tapan las orejas!
Hombre – ¡No escuchen a ese chiflado! ¡Tiene dos lenguas como la serpiente! ¡Es un enviado de Satanás!
Viejo – Y aquellos que vienen por ahí, ¿son enviados de quién, entonces?
Mujer – ¡Esos sí que son buenos demonios! ¡Vámonos, comadre, que esto ya se está poniendo feo!

Por la calzada de piedras que baja del monte Sión hasta la piscina de Siloé, venían abriéndose paso cuatro soldados de la guardia del Templo enviados por los sacerdotes, para apresar a Jesús?

Soldado- ¡Basta ya, galileo, ya has alborotado bastante! ¡Ustedes, disuélvanse! ¡Vamos, vamos, he dicho que se larguen todos! ¡Y tú, apéate del muro si no quieres que te bajemos nosotros!
Jesús – ¿Qué pasa conmigo?
Soldado – Estás arrestado. Acompáñanos.
Jesús – ¿Arrestado? ¿Y de qué se me acusa?
Soldado – Son órdenes del sumo sacerdote.
Jesús – Pero, ¿de qué se me acusa?
Soldado – Ni lo sé ni me importa. Tenemos orden de detención contra ti firmada por el sumo sacerdote.
Jesús – ¿Y quién es el sumo sacerdote?
Soldado – ¿Eres tan ignorante que ni siquiera sabes eso? ¡Campesino habías de ser!
Jesús – Hasta hace muy poco, soldado, tú también eras un campesino como yo. Tú y tus compañeros. ¿O ya no te acuerdas? Sí, sé quién es el sumo sacerdote del Templo. Es Caifás, un «gran hombre». Y ustedes están a su servicio, ¿no es eso?
Soldado – Basta de palabrería, galileo. Ya te he dicho que estás preso.
Jesús – ¡Pues vamos a la cárcel entonces! ¡Qué cosa tan curiosa ésta! Unos presos llevando a otros presos.
Soldado – Pero, ¿qué tontería estás diciendo ahora?
Jesús – Nada, digo que más presos que yo están ustedes. Ustedes, guardias del templo, que han caído en la trampa de los jefes y de los sacerdotes y no pueden zafarse de ellos. Ustedes que salieron del mismo lado que nosotros y mamaron la misma leche y labraron la misma tierra. Enséñame tus manos, soldado. ¿No tenemos tú y yo los mismos callos? Ustedes eran de los nuestros… y lo siguen siendo todavía. Pero los grandes les echan a pelear contra nosotros. Les han puesto en las manos espadas y lanzas para matar y les han llenado de odio. Ellos no dan la cara. Los usan a ustedes, los tienen presos con un uniforme y unas cuantas monedas que antes nos robaron a nosotros. Esa es la verdad. Si ustedes entendieran esa verdad, serían libres.

El murmullo de la gente se había ido apagando. Delante de Jesús, los cuatro soldados de la guardia del templo lo miraban fijamente. Ya no empuñaban sus lanzas con furia. Las tenían inclinadas hacia el suelo. Después, se miraron entre ellos, dieron media vuelta y se fueron.

Los sacerdotes se pusieron rojos como la grana cuando los soldados regresaron con las manos vacías…

Ziraj – ¡Veinte azotes a cada uno de estos cuatro imbéciles! ¡Arresto de un mes! ¡Y una multa de cincuenta denarios! ¡Al diablo con ustedes!
Abías – Y bien, sacerdote Ziraj. Pero, ¿qué es lo que ha pasado?
Ziraj – Estos estúpidos soldados… Lo han dejado escapar.
Abías – ¿Por qué no lo han traído? ¡Digo que por qué no han agarrado preso a ese tipo!
Ziraj – ¡Responde, imbécil! ¡O recibirás veinte azotes más!
Soldado – No pudimos… Nunca habíamos oído a un hombre hablar… como él.
Ziraj – ¡Ya lo ve, sacerdote Abías! ¡Ese tipo es más peligroso de lo que parece! También a éstos los ha engañado. ¡Maldita sea con ese enredador! ¡Y ustedes cuatro, fuera! ¡Al calabozo! ¡Y quiero oír los azotes desde aquí! ¡Para que aprendan a cumplir las órdenes que se les dan!

Mientras tanto, en el manantial de Siloé seguía corriendo el agua. Y las antorchas, en aquel último día de fiesta de las Tiendas, seguían iluminando las murallas y las compactas torres de la ciudad del rey David.

Juan 7,37-39 y 43-53; 8, 12-38.

 Notas

* El último día de la Fiesta de las Tiendas era, en Jerusalén, el que tenía mayor riqueza de celebraciones. Eran tradicionales las procesiones con ramilletes hechos de palma, sauce, limón y otros árboles, en las que se cantaban salmos, especialmente el 118. También la liturgia incorporaba a la fiesta el símbolo del agua y los sacerdotes organizaban una procesión en la que traían en un cántaro de plata agua de la fuente de Siloé, situada fuera de las murallas, para derramarla en el altar de los sacrificios del Templo. Durante este rito se pedía a Dios abundante lluvia para la nueva cosecha.

* Palestina es una tierra pobre en agua. Tiene solamente un río importante, el Jordán. La lluvia es un factor decisivo para la economía nacional. La época de lluvias dura desde octubre hasta abril y la cantidad de lluvia depende de las alturas de las tierras. Galilea es la zona más fértil del país y mientras más se baja hacia el sur las tierras se van convirtiendo en desierto. En verano apenas llueve. La lluvia temprana, desde mitad de octubre a mitad de noviembre, prepara para la siembra el terreno endurecido por el calor del verano. La lluvia fría, entre diciembre y enero, es más abundante y arrastra fértiles tierras hacia los valles. Entre una lluvia y otra empieza la época de la siembra, que dura hasta febrero. Para una buena cosecha es imprescindible la lluvia tardía, en marzo y abril. Que las lluvias anuales fueran suficientes era lo que pedía el pueblo a Dios en la Fiesta de las Tiendas. Pedía la fecundidad y el cumplimiento definitivo de las profecías que anunciaban el día del Mesías, día en que se creía que rebosarían las aguas de los manantiales de Jerusalén hasta juntarse con las aguas del mar.

* Las antiguas tradiciones de Israel comparaban al Espíritu de Dios con el agua que fecunda la tierra estéril y saca de ella frutos de justicia y de paz (Isaías 32, 15-18 y 44, 3-5). Era el Espíritu quien convertiría a Israel en un pueblo de profetas y transformaría los corazones de piedra en corazones de carne (Joel 3, 1-2; Ezequiel 36, 26-27). En tiempos de Jesús, la tradición de los rabinos y doctores, más fría y rígida, había abandonado bastante este simbolismo vital para comparar el agua, no con el Espíritu sino con la Ley.

* Desde el primer día de la Fiesta de las Tiendas se encendían grandes antorchas en candelabros de oro en el patio de las mujeres del Templo de Jerusalén. Por allí pasaba la solemne procesión del agua. Cada candelabro sostenía cuatro cuencos de oro con aceite, en los que ardían mechas fabricadas con hilos sacados de las vestiduras sacerdotales. Para subir a los cuencos había que utilizar escaleras, pues se colocaban bien altos y así su luz se veía en toda la ciudad. Hablando del día del Mesías, los profetas habían anunciado una luz que superaría la noche (Zacarías 14, 6-7). Las antorchas tenían un sentido mesiánico. La tradición profética relacionó siempre al Mesías con la luz, e incluso le dio el nombre de “Luz” (Isaías 60, 1).

* La guardia del Templo estaba formada por los levitas, funcionarios al servicio del Templo de Jerusalén, de rango menor que el de los sacerdotes. Entre las tareas de los levitas estaba la de policías. Tenían poder para detener, para reprimir por las armas e incluso para ejecutar las penas. No sólo estaban al servicio de los sacerdotes, sino que las mismas autoridades romanas utilizaban a este cuerpo armado judío para controlar las manifestaciones populares en la región de Judea.