78- UN SAMARITANO SIN FE

La parábola del buen samaritano sirve a Jesús para hablar del mandamiento principal: el amor a Dios que es igual que el amor al prójimo.

Jesús – Amigos, ¿de qué sirve que tú digas: «yo creo en Dios, yo tengo fe», si no haces nada por los demás? Si un vecino con hambre toca a tu puerta y tú le dices: «Que Dios te bendiga, hermano», pero no le das un pan, ¿de qué le sirve eso, eh? Así pasa con los que dicen que tienen fe, pero se quedan cruzados de brazos. ¡Esa fe está muerta, es como un árbol sin frutos!
Hombre – ¡Bien dicho! ¡Arriba el profeta de Galilea!

Estábamos en el Templo de Jerusalén, en el atrio de los extranjeros. Y, como siempre, los vecinos de la ciudad de David nos fueron rodeando para oír a Jesús y aplaudir sus palabras. Era gente del pueblo la que venía a escucharnos: alfareros, buhoneros, mujeres públicas, aguadores. Por eso, todos nos sorprendimos cuando aquel maestro de la Ley, con su manto de lino y un grueso anillo de oro en las manos se acercó a nuestro grupo.

Maestro – ¿Puedo hacerte una pregunta, galileo?
Jesús – ¿Por qué no? Aquí todos estamos conversando. ¿Qué quieres preguntar?
Maestro – Verás, estoy escuchándote desde hace un rato. Y sólo te oigo hablar de compartir lo que uno tiene, de dar de comer al hambriento. Todo eso está muy bien, yo no digo que no. Pero, ¿no te parece que se te está olvidando lo más importante?
Jesús – ¿Lo más importante? ¿Y qué es lo más importante?
Maestro – Dios. Se te está olvidando Dios. ¿O es que tú eres un agitador político y no un predicador de la fe de Moisés?
Jesús – Fue el mismo Dios el que le entregó a Moisés estos mandamientos de justicia.
Maestro – Claro que sí, galileo, pero en la ley de Moisés hay muchos, muchísimos mandamientos. Si yo te preguntara cuál es el más importante de todos ellos, ¿qué me dirías tú?
Jesús – Tú sabes mejor que yo la respuesta. ¿Qué nos enseñaron en la sinagoga desde niños? «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas».
Maestro – Entonces, según tú, lo primero es amar a Dios sobre todas las cosas, ¿no es eso?
Jesús – Claro que sí, amigo. Dios es lo primero. Pero, ¿dónde está Dios? A veces, uno se lo encuentra donde menos se lo espera. Una vez iba un campesino por el camino solitario y peligroso que baja de Jerusalén a Jericó. Montado en su mulo viejo, aquel hombre iba contento de regreso a su casa. Había vendido a buen precio la cosecha de centeno y ahora volvía reunirse con su mujer y sus hijos.

Campesino – ¡Arre, mulo, arre, no te duermas! Que todavía nos queda un buen trecho. ¡Ay, mujer, cuando te cuente! ¡Larará, lararará! Con este dinerito podremos salir de todas las deudas. ¡Caramba, qué buena suerte he tenido hoy! ¡Lararí, larararí!

Jesús – Pero no, aquel no era su día de suerte. Porque en un recodo del camino, en mitad del desierto, unos bandidos estaban emboscados. Y cuando vieron pasar al hombre montado en su mulo…

Ladrón – ¡Suelta el dinero si no quieres perder el pellejo!
Campesino – No, no, por favor, no me hagan esto. Es mi trabajo de seis meses, la comida de mis hijos… ¡yo soy un hombre pobre!
Ladrón – ¡Toma! ¡Toma!
Campesino – ¡Ay, ay, por favor! ¡Ayyyy!

Jesús – Los ladrones le dieron con un palo en la nuca, le espantaron el mulo y le robaron todo el dinero de la cosecha.

Ladrón – Yo creo que éste ya estiró la pata. Quítale también la ropa.
Compinche – Bah, tíralo ahí en esa zanja. ¡Y vámonos antes de que alguien pase y nos vea! ¡De prisa!

Jesús – Y lo dejaron así, junto al camino, medio muerto, sin dinero y sin ropa. Al poco rato, cuando el sol caía de lleno sobre el desierto, se oyeron las pisadas de una caravana de camellos. Eran los sacerdotes de Jericó que viajaban a Jerusalén para celebrar allá, en el templo de Dios, el culto solemne de los hijos de Israel.

Sofar – Las fiestas de este año quedarán preciosas, sacerdote Elifaz, se lo aseguro.
Elifaz – Y dígalo, Sofar. Me han dicho que el sumo sacerdote ha mandado comprar el mejor incienso de Arabia.
Sofar – Ha comprado también copas nuevas para el altar, de oro purísimo de Ofir. ¡Esperemos que no falte el vino para llenarlas!
Elifaz – Oiga, fíjese en aquello que está en la zanja.
Sofar – ¿Dónde? Ah, sí, ya veo… pero no distingo bien. ¿Es un animal muerto? ¿O un hombre?
Elifaz – Apuesto a que es un hombre… pero borracho. ¡Ese tipo tiene más vino dentro que un barril! ¿Y no le dará vergüenza emborracharse en estos días sagrados? ¡Ah, sacerdote Sofar, son los vicios los que están acabando con nuestro pueblo!
Sofar – Eh, amigo, ¿no te da vergüenza? ¿Es que no tienes respeto a Dios ni a su Ley? Ése ni se entera. A lo mejor está muerto. ¿Le parece que nos acerquemos a ver si podemos hacer algo por él?
Elifaz – Mire, sacerdote Sofar, si está vivo, ya sabrá él arreglárselas. Si supo llegar hasta aquí, también sabrá salir. Y si está muerto… ¿ya para qué?
Sofar – Tiene usted razón, sacerdote Elifaz, muy sensata su observación. Pero, ¿si estuviera… medio muerto?
Elifaz – ¿Sabe lo que pienso, Sofar? Que a esta gentuza se le hace un favor y luego ni te lo agradecen. Un sacerdote amigo mío montó en su camello a un tipo de éstos y no había andado con él un par de millas y ya le estaba sacando el cuchillo y amenazándolo, y le robó todo lo que llevaba encima. Y si se descuida, ¡hasta lo descuartiza! ¡Ah, fue tan triste aquello!
Sofar – Sí, creo que tiene usted razón. Y pensándolo bien, me parece que este desgraciado ya está tieso. ¡En fin, Señor, dale el descanso eterno!
Elifaz – Amén.
Sofar – Bueno, hablar menos y caminar más, que vamos a llegar tarde a la ceremonia. ¡Oh, camello, oohhh!

Jesús – Al poco rato, por el mismo camino seco y polvoriento, pasó otra cabalgadura. Era un levita, uno de ésos que tienen por oficio enseñar al pueblo los mandamientos de Dios. Iba acompañado de su mujer.

Levita – Te lo digo, Lidia, no tengo nada preparado. Hablar en un caserío es más fácil, ¡pero todo un sermón en una sinagoga de la capital!
Lidia – No te preocupes tanto, Samuel. Háblales de… de eso, del amor a Dios, de que tenemos que ser buenos y… y eso.
Levita – Oye, ¿y aquel bulto qué es? Mira…
Lidia – No me digas que es un muerto. ¡Les tengo horror!
Levita – No, parece un herido, la sangre está fresca aún, fíjate…
Lidia – ¡Ay, qué desagradable! Vámonos, Samuel, la sangre me marea, tú lo sabes. No soporto estas cosas.
Levita – Pero, ¿quién será este infeliz? Tiene la cara muy golpeada.
Lidia – Seguramente uno de esos revoltosos que conspiran contra el gobernador Pilato. Claro, se meten en líos, se enredan en política y ya ves los resultados. Después que no se quejen.
Levita – Este no se queja mucho, la verdad es ésa.
Lidia – ¿Te acuerdas del hijo de Daniel? Tan joven, tan buen mozo y le entró la fiebre de revolucionar. ¡Qué lástima! Acabó igual que éste. Yo es que no me explico por qué la gente no puede vivir en paz y tranquilidad sin meterse en problemas, ¿verdad, Samuel?
Levita – Es que la gente es muy violenta, Lidia. Claro, no respetan a Dios. Uno les explica los mandamientos y las buenas costumbres y… y nada. Por la oreja derecha entra, por la oreja izquierda sale. Si amaran al Señor no pasarían estas cosas. ¡Bendito sea Dios!
Lidia – ¡Y bendito su santo nombre!
Levita – ¡Y este bendito burro que se dé prisa, que a este paso no llegamos ni el día del juicio! ¡Ea, burro, arre!

Jesús – Y sucedió que, al poco rato, cruzó por aquel recodo un campesino montado en un mulo viejo y flaco.

Samaritano- ¡Al diablo con este calor! ¿Quién habrá inventado el desierto? Si no llevo los higos al mercado, nadie me los compra. Y si los llevo, se me pudren por el camino. ¡Y después dicen que Dios hace bien las cosas! ¡Pues yo digo que Dios le da barba al que no tiene quijada y le da moscas al que no tiene rabo para espantarlas! ¡Maldita sea, cuando llegue a Jerusalén no me quedará ni un higo para reventarlo en la panza del sumo sacerdote Caifás!

Jesús – Aquel campesino era un samaritano, de los que no creen en Dios ni ponen nunca un pie en el Templo. Cuando vio a aquel hombre malherido…

Samaritano- Eh, tú, paisano, ¿qué te ha pasado? Caramba, si yo estoy mal, éste está peor. Estás casi muerto, compadre. ¡Epa! ¡Los buitres ya estarán afilándose el pico para el banquete!

Jesús – Y el samaritano se desmontó del mulo. Y se acercó al que estaba tirado en la zanja. Y le limpió primero la sangre de la cara.

Samaritano- Ea, con este vino se te curarán las heridas. A ver… Y aceite para que duela menos. Así, así…

Jesús – Y luego se desgarró la túnica para vendarlo. Y lo cubrió con su manto y lo levantó del suelo.

Samaritano- ¡Y después dicen que Dios cuida del mundo y de los hombres! ¡Pues mira lo que cuidó de este infeliz! ¡Bah, tonterías, si alguno le ha visto la oreja a Dios, que me avise! ¡A otro bobo con esos cuentos!

Jesús – Y aquel samaritano sin fe cargó al hombre en su mulo viejo, junto al saco de higos que llevaba para vender en el mercado y, aunque él iba de camino hacia Jericó, regresó al albergue que está en Anatot y allá lo cuidó y pasó la noche en vela junto a él, porque el herido ardía de fiebre. Y cuando amaneció, el samaritano habló con el posadero…

Samaritano- Eh, amigo, yo tengo que irme. Mira, te pago por adelantado. Gasta lo que haga falta en medicinas y, si no alcanza con estos denarios, yo te daré el resto cuando regrese por aquí.
Posadero – Oye, tú, y si este hombre me pregunta quién lo trajo aquí, ¿qué le digo?
Samaritano- Dile que otro hombre… un hombre como él y como tú. Adiós, buena suerte y… ¡cuídamelo bien!

Jesús – Y aquel samaritano, que no creía en Dios ni pisaba nunca el Templo, volvió a emprender el camino, ese camino solitario y peligroso que va de Jerusalén a Jericó. Y ahora, tú, que eres maestro de la Ley, dime, ¿quién de todos éstos fue el que amó a Dios?
Maestro – Pues no sé, a la verdad. Claro, el que se acercó al herido no tenía fe, pero…
Jesús – Pero se acercó al herido que lo necesitaba. Tú también, si alguna vez vas de camino al templo, a llevar tu ofrenda ante el altar, y te acuerdas que tu hermano o tu hermana te necesita, deja tu ofrenda, regresa, y busca primero a tus hermanos.

El maestro de la Ley se quedó todavía un buen rato escuchando a Jesús. Después le vimos alejarse con paso indeciso, hasta que atravesó la Puerta de los Tres Arcos, fuera del Templo de Jerusalén.

Lucas 10,25-37

 Notas

* Jerusalén, como capital del país, era el centro del comercio. A pesar de esto, las comunicaciones con otras ciudades no eran nada buenas. De Jericó estaba separada por 27 kilómetros de camino de bajada, a lo largo del desierto de Judea. La ruta de Jerusalén a Jericó era muy usada por los galileos, que la empleaban cuando querían evitar el paso por tierras de Samaria. En este camino, y en todas las peladas montañas de Judea, había muchas cuevas y escondrijos, lugares propicios para la actividad de los salteadores. El bandolerismo era en tiempos de Jesús muy frecuente. Las autoridades trataban de controlarlo, pero no era fácil. A veces, los romanos se vengaban de los ataques de los ladrones a sus caravanas, saqueando las aldeas vecinas. En Jerusalén existía un tribunal especial para juzgar los casos de pillaje y para organizar medidas policiales contra los asaltantes de caminos. Actualmente, el camino que va de Jerusalén a Jericó es, como era entonces, impresionante por su desnudez. Está flanqueado por montañas grises y áridas. En uno de los recodos de la ruta, una pequeña capilla, llamada del Buen Samaritano, recuerda la parábola de Jesús.

* Los sacerdotes debían acudir por turnos al Templo de Jerusalén para ofrecer allí el sacrificio, que consistía en sangre de animales, incienso y oraciones. La clase sacerdotal era una casta poderosa, con muchos privilegios, dinero y prestigio social.

* Por debajo de los sacerdotes en el servicio del Templo de Jerusalén se encontraban los levitas. No eran sacerdotes ni podían ofrecer sacrificios, ya que, como a los laicos, se les prohibía acercarse al altar. Se encargaban de la música del Templo. Cantaban en el coro y tocaban los instrumentos en los actos de culto. Otros actuaban como sacristanes: ayudaban a los sacerdotes a revestirse para las ceremonias, llevaban los libros santos, limpiaban el Templo. Algunos, con formación en las Escrituras, actuaban como catequistas. Otros trabajaban como policías del Templo. En tiempos de Jesús había unos 10 mil levitas. Para sacerdotes y levitas, el Templo, su servicio, su esplendor, era el valor primero, la principal obligación religiosa. Las leyes de la pureza ritual les prohibían acercarse a los cadáveres.

* Al emplear a un samaritano como tercer personaje de la parábola “del buen samaritano”, Jesús sorprendió a todos e irritó al teólogo que le había preguntado. Los samaritanos eran muy mal vistos por los judíos, que sentían por ellos un profundo desprecio, mezcla de nacionalismo y de racismo. Llamar a alguien samaritano era un grave insulto. Para colmo, el samaritano del que habló Jesús no era un hombre religioso, sino un ateo.

* La palabra original que empleó Jesús en la parábola del buen samaritano no es «prójimo» sino «plesión» (en griego), equivalente a «rea» (en arameo) y a nuestra palabra «compañero». En tiempos de Jesús se entendía que para agradar a Dios era necesario hacer bien a los demás, pero estaba en discusión quiénes eran los «compañeros» que debían ser objeto de esta caridad. Los fariseos excluían de su amor a los no fariseos, a la chusma. Los esenios sacaban fuera a «los hijos de las tinieblas», que eran los pecadores. Muchos israelitas excluían a los extranjeros. Otros, a sus propios enemigos personales. El «compañero» dice Jesús en su parábola es cualquier hombre o mujer que se encuentre en necesidad. Al final de la parábola se descubre quién fue realmente «prójimo» del herido en el camino: quien se aproximó a él. Aproximándose, lo convirtió en su “próximo”, en su prójimo. Jesús enseñó que prójimo no es sólo aquel que uno encuentra en su camino, sino aquel en cuyo camino uno se pone.