80- EL PIADOSO Y EL GRANUJA

La parábola del fariseo Ezequiel, que cumple todos los mandamientos, y del sinvergüenza Filemón, que no cumple ninguno.

En el barrio de Ofel, en el mismo centro de Jerusalén, vive mucha gente y las casas se amontonan unas sobre otras. Queriendo o sin querer, uno se entera de la vida ajena. Aquel lunes, al pasar frente a la casa de Ezequiel, el piadoso.

Ezequiel – Pues sí, Rebeca, salimos del templo envueltos en una nube de incienso. El maestro Josafat iba delante, abriendo la procesión, con el libro de la Ley levantado entre las manos.
Niño – Buaaaaj…
Ezequiel – ¿Qué ha sido ese ruido, hijito?
Rebeca – Seguramente la pata de la silla, Ezequiel. Sigue contándome lo de la procesión.
Ezequiel – Pues bien, como te iba diciendo, salimos del templo con aquel fervor, con aquel recogimiento…
Niño – ¡Buaaaaj…!
Ezequiel – Pero, ¿a este niño qué le pasa?
Rebeca – Será una mala digestión.
Ezequiel – Será una mala educación. Hijito, «el hombre grosero es la vergüenza de la familia». No lo volverás a hacer, ¿verdad, hijito?
Niño – Sí, papá.
Ezequiel – ¿Cómo que sí?
Niño – No, papá.
Ezequiel – ¿Sí o no? Responde.
Niño – Sí o no, papá.
Rebeca – Ay, déjalo ya, Ezequiel. Es un niño, no lo atormentes. ¿No ves que no sabe ni lo que dice?
Ezequiel – «La grosería es la que atormenta el espíritu. La buena educación, por el contrario, es como aceite que lo apacigua». Y hablando de aceite, Rebeca, ¿por qué no traes algunas aceitunas para entretener la conversación?
Rebeca – Ya voy, Ezequiel.
Ezequiel – A ti te gustan mucho las aceitunas negras, ¿verdad, hijito?
Niño – No, papá.
Ezequiel – ¿Cómo? ¿Qué no te gustan las aceitunas negras? ¿Y por qué, hijito?
Niño – Porque saben a mierda.
Ezequiel – Pero, ¿qué palabras son ésas? Rebeca, ¿qué modales está aprendiendo nuestro hijo?
Rebeca – Son los vecinitos, Ezequiel, que le enseñan.
Ezequiel – «Amigos en la plaza, indecencias en la casa». Hijito, esa palabra es un pecado.
Niño – ¿Qué palabra, papá?
Ezequiel – Esa, ésa que dijiste antes…
Niño – ¿Cuál, papá?
Ezequiel – Así que ya sabes, no quiero oírla nunca más en mi hogar.
Niño – Pero, papá, ¿qué palabra? Dime, ¿qué palabra?

Mientras tanto, en otra casa del barrio donde vivía el granuja Filemón…

Filemón – Yo es que me reviento… ¡Ja, ja, ja! Es que… ¡es que me doblo!
Martina – ¡Pero, acaba el cuento, hombre!
Filemón – Imagínate tú, Martina, que viene el mayordomo y le dice al rey: «¡Mi rey, el príncipe está conspirando contra usted!» Dice el rey: «Tonterías, tonterías, el príncipe es todavía un niño inocente». Dice el mayordomo: «Pues ese niño inocente ya tiene puestos los dos ojos sobre el trono». Dice el rey: «¡Bah, mientras no ponga el tercero!» ¡Ja, ja, ja! Yo es que me desternillo…
Martina – ¡Ja, ja, ja! ¡No seas tan puerco, Filemón!
Filemón – No, si la porquería empieza ahora, cuando llega la reina y le dice al rey… ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, ay, yo es que no puedo más… Es que ya me duele aquí en el ombligo de tanto reírme, ay… ¡Ja, ja, ja!

Al día siguiente, martes, en casa del piadoso Ezequiel…

Ezequiel – Querida esposa, hoy es martes, día de los ángeles protectores.
Rebeca – ¿Y qué pasa con eso, Ezequiel?
Ezequiel – Que los ángeles son espíritus puros. No comen ni beben. Debemos imitarlos, Rebeca. Hoy corresponde ayunar.
Niño – Pero, papá, yo tengo hambre.
Ezequiel – Usted se calla, mocoso. Y tú, Rebeca, prepara un caldito ligero y un poco de pan.
Rebeca – Y… ¿sólo eso?
Ezequiel – Con eso será suficiente. «Nuestro cuerpo es como un caballo: átale la rienda corta y lo dominarás».
Rebeca – Pero, Ezequiel, nuestro hijo está creciendo, necesita alimentarse bien. Tengo miedo que…
Ezequiel – No tengas ningún miedo, Rebeca. El que cumple con el ayuno, no teme a Dios. El que ayuna, comparecerá con la cabeza bien alta ante el tribunal del Altísimo.
Rebeca – ¡Y bien pronto que iremos a ese tribunal, porque a este paso…!

A esa misma hora, en la casa del granuja Filemón…

Filemón – ¡Maldita sea, la pechuga de este pollo está más buena que la tuya, Martina!
Martina – Pero, ¿dónde metes tú todo lo que tragas, eh? Pareces un saco sin fondo. Mira, Filemón, no sigas comiendo, que vas a vomitar.
Filemón – No, qué va, ¡yo soy como los pelícanos, que nunca sueltan lo que tienen en el buche! ¡Ja! ¡Epa, sírveme más berenjenas y lentejas! ¡Y un buen pedazo de aquel tocino!
Martina – Bueno, allá tú, cuando revientes.
Filemón – Barriga llena, corazón contento, así dicen.
Martina – También dicen que de buenas cenas están las sepulturas llenas.
Filemón – Pues mira, si la muerte viene a buscarme hoy, le diré que yo no puedo dar un paso. Y si quiere, ¡que me lleve rodando!

Al día siguiente, miércoles, en casa de Ezequiel, el piadoso…

Ezequiel – “Tomarás el diezmo de todo lo que tus campos hayan producido y lo llevarás al santo templo de Dios y allí ofrecerás como sacrificio agradable la décima parte de tu trigo, la décima parte de tu aceite, la décima parte de tu vino.” Así lo mandó Moisés, así está escrito en el libro del Deuteronomio y así lo cumpliré yo.
Rebeca – Hoy entregaremos nuestros diezmos y limosnas a los sacerdotes de Dios. ¡Todo sea por el Templo, por honrar el nombre del Señor y porque él nos cuente en el número de sus elegidos!

A esa misma hora, Filemón jugaba en la taberna del barrio…

Filemón – ¡Ese es el número! ¡Cuenta, cuenta! ¡Con el cuatro van seis, y con el ocho, dieciséis! ¡Gano otra vez!
Vecino – Pero, ¡qué maldita suerte tienes esta noche, Filemón! ¡Me has dejado más en cueros que Adán!
Filemón – ¡Lo que pasa es que yo tengo un hermano gemelo y comenzamos a jugar a los dados desde la barriga de mi madre!
Vecino – No, lo que pasa es que tú me has hecho trampas.
Filemón – ¿Trampas? ¿Tramposo yo? Mira, vecino, te voy a dar otra oportunidad. ¡Lo apuesto todo al siete! Todo, todo… ¡los cuarenta denarios que he ganado esta noche y los que te gané ayer!
Vecino – ¿Y qué apuesto yo si ya no me queda ni un céntimo?
Filemón – Apuesta la túnica, hombre. No, no, mejor apuesta a tu mujer. Eso, tu mujer contra mis denarios. ¿De acuerdo?
Vecino – De acuerdo. Echa los dados.
Filemón – Arcángel de las siete nubes, querubín de las siete alas, demonio de los siete cuernos… ¡que me salga un siete! Ahí va… ¡Sieeeeete! ¡Por la trompa del elefante de Salomón, he ganado otra vez! ¡Tu mujer es mía, vecino!

Cuando llegó la noche del jueves, en casa del piadoso Ezequiel…

Ezequiel – Rebeca, te digo a ti lo mismo que el santo Tobías le dijo a Sara, la hija de Ragüel: no subiré al lecho matrimonial sin antes invocar el nombre del Altísimo.
Rebeca – ¡Huuummm! Pues invócalo y acuéstate de una vez, porque yo no puedo ya ni con mi alma.
Ezequiel – «Señor, tú sabes que no voy a tomar a esta hermana mía con deseo impuro ni me acerco a ella sin recta intención. Por el único motivo que me uniré a ella es para procrear un hijo. Un hijo, Señor, que no será fruto del deseo carnal, sino de la esperanza de engendrar al Mesías». Esposa mía: ¡procreemos! Esposa mía…
Rebeca – ¡Ahuuummm! Esposo mío… con tanta monserga el Mesías se quedó dormido.

Mientras tanto, en casa del granuja Filemón…

Filemón – Psst… ven acá, gordita mía. No seas mala.
Mujer – Pero, Filemón, ¿tú estás loco? ¿Qué diría mi marido si llega y nos encuentra juntos?
Filemón – No diría nada. Del susto se traga la lengua.
Mujer – ¿Y qué le digo yo a él, eh?
Filemón – Le dices que eres sonámbula y que, caminando, llegaste hasta mis brazos.
Mujer – ¿Y tu mujer, si se entera?
Filemón – ¿Quién? ¿Mi mujer? ¡No, que va! Esa no se entera de nada. Es ciega y sorda.
Mujer – ¿Y por qué te casaste con ella entonces?
Filemón – ¡Por eso mismo!
Mujer – Filemón, ¡tú eres un sinvergüenza!
Filemón – Yo seré un sinvergüenza, pero tú estás más buena que un queso.
Mujer – ¡Saca la mano, atrevido!
Filemón – Es que tengo frío, gordita…

Y llegó el viernes, en casa del piadoso Ezequiel…

Niño – Papá, papá, yo quiero salir, ¡vamos a la plaza, papá!
Ezequiel – No, hijito. En la plaza hay muchachos maleducados. Ahí es donde aprendes a decir groserías.
Rebeca – Podríamos ir a saludar a mi prima Rosita, la pobre, está tan sola…
Ezequiel – No está sola. Está divorciada. Y no pondré un pie en la casa de una mujer divorciada. Cuando pase por la calle, voltearé el rostro.
Niño – ¡Papá, vamos a la escalinata! ¡Allí van todos los niños a jugar al caballito!
Ezequiel – Pero el hijo de buena familia no debe mezclarse con los hijos de la calle. La sabiduría consiste en guardar siempre la distancia conveniente. No te olvides de eso, hijito.
Rebeca – Por Dios, Ezequiel, vamos aunque sea a estirar las piernas y dar una vuelta por el barrio.
Ezequiel – No, Rebeca. Después se nos hace tarde y recuerda que mañana es sábado. Debemos madrugar para ir al templo y dar culto a nuestro Dios. Vamos, vamos, a la cama, hijito. A descansar, esposa mía.

También en casa de Filemón era hora de acostarse…

Martina – Vamos, Filemón, métete ya en la cama, acuéstate.
Filemón – ¡Hip! ¿Por qué tanta prisa si no hay fuego? La noche es larga como el rabo de un mono… ¡Hip! ¡Viva el mono y viva la mona!
Martina – Estás borracho, Filemón.
Filemón – ¿Borracho yo? ¡Hip!… ¿Borracho yo?
Martina – Sí, borracho tú. A ver, ¿cuántos dedos tengo en esta mano? Mira bien.
Filemón – ¿Cuántos dedos en esta mano? Deja contarlos: dos… cuatro… seis… ocho… dieciséis… veinticuatro… cuarenta y cuatro… ¡Hip!
Martina – Estás borracho. Vamos, acuéstate.
Filemón – Más borracho estaba Salomón y no lo metieron en la cama. ¡Hip! ¡Yo soy el rey Salomón! ¡Hip! Yo soy el rey Salomón… ¡Hiiip!

Y llegó el sábado, el día del descanso, cuando los hijos de Israel subíamos al templo a rezar…

Ezequiel – Oh, Dios, te doy gracias porque me has permitido vivir otra semana sin faltar a ninguno de tus mandamientos. Mi familia y yo no somos como otras familias de la ciudad. Cumplimos con el ayuno, cumplimos con la limosna y el diezmo, cumplimos con todas las normas prescritas en tu santa Ley.

El piadoso Ezequiel, junto a su esposa y a su hijo, rezaba en voz alta, de pie frente al altar de Dios. Y mientras él rezaba, un hombre entró en el templo y se quedó atrás, en el fondo. Y se arrodilló y pegó la frente contra el suelo y con el puño cerrado se golpeaba el pecho. Era el granuja Filemón.

Filemón – Señor, échame un mano. Yo soy un desgraciado… ¡Señor!

Ezequiel – Te doy gracias, Dios mío, porque mi familia y yo no somos como ésos otros que están manchados por dentro y por fuera, ladrones, adúlteros, borrachos, viciosos. Ejem… Como ése que tengo a mis espaldas.

Filemón – Señor, mírame. Yo no soy el rey Salomón. Yo no soy nadie. Menos que eso… Yo soy… yo soy una mierda. Échame una mano, Señor. Yo quiero cambiar de vida. Yo quisiera…

Jesús – Y sucedió, amigos, que aquel día, el granuja volvió a su casa reconciliado con Dios. Y el piadoso no. Porque Dios pone delante a los que se quedan detrás. Y echa atrás a los que se ponen delante.

Lucas 18,9-14

 Notas

* El movimiento fariseo, compuesto por laicos varones, tenía mucha importancia en tiempos de Jesús. Se calcula que contaba con más de 6 mil miembros por entonces. Aunque los jefes del movimiento eran personas instruidas y de clase social elevada, tenían muchos adeptos entre las clases populares. Sus comunidades eran cerradas, como sectas. Se consideraban los buenos, los salvados, los predilectos de Dios. Para entrar a formar parte del grupo de los fariseos se seleccionaba mucho a los candidatos y había un período de formación de uno o dos años. El centro de la práctica farisea era el cumplimiento escrupuloso de la Ley, según la interpretación que ellos mismos hacían de la Escritura. En tiempos de Jesús, los fariseos habían establecido en la Ley 613 preceptos. De ellos, 248 mandamientos eran positivos y 365 eran prohibiciones. Convertían así la voluntad de Dios la Ley en un yugo pesado y agobiante. Los que no cumplían todas estas normas puntualmente eran considerados malditos.

* Los fariseos despreciaban a la masa del pueblo y estaban convencidos de que era gente incapaz de conseguir la salvación. A pesar de eso, habían logrado captar a algunas capas populares, sobre todo, porque eran anticlericales. Estaban en contra de la jerarquía sacerdotal y proclamaban que la santidad no era solamente cosa de sacerdotes, sino que cualquier fiel laico podía llegar a ella. Sin embargo, esta verdad la desvirtuaron al interpretar en la práctica en qué consistía ser santo. Reducían la santidad a cumplir escrupulosamente una serie de actos piadosos: ayuno, limosna, rezos.

* Los fariseos eran formalistas y vivían de ritos. Salvarse era para ellos una cuestión de acumular más y más méritos. Ayunaban los lunes y los jueves aunque la Ley sólo ordenaba un día de ayuno al año. Pagaban impuestos al Templo los diezmos hasta por yerbas insignificantes y marcaban fanáticamente la distancia con «los pecadores».