97- EL FUEGO DE LA GEHENNA
Viendo el basurero de Jerusalén, los amigos de Jesús se inspiran y hablan del infierno y del cielo. Un saduceo se mete en la conversación.
Junto a la ciudad de Jerusalén, al pie de las murallas del sur, se abre un barranco pedregoso que en nuestro tiempo llamábamos la Gehenna. Desde que el profeta Jeremías maldijo aquel lugar donde se habían ofrecido sacrificios al dios pagano Moloc, la Gehenna se utilizó como basurero público. Las vecinas de Jerusalén salían al atardecer por la Puerta llamada de la Basura con las sobras de comida, con ramas secas o cargando animales muertos y arrojaban todo aquello en la Gehenna. Después, un quemador de inmundicias lo rociaba todo con azufre y prendía fuego.
Pedro – ¡Yo lo que me pregunto es de dónde sale tanta basura en esta ciudad! ¡Mira esa llamarada!
Felipe – ¡Maldita sea, ojalá que no sople el viento porque si esa candela se vuelve hacia nosotros nos achicharra!
Susana – ¡Tápense las narices que esto huele peor que la roña del diablo!
Dejamos atrás el fuego grande de la Gehenna y atravesamos el otro valle, el del Cedrón, camino de Betania. Era ya de noche cuando llegamos a la taberna de nuestro amigo Lázaro, donde nos hospedábamos.
Lázaro – ¡Al fin asoman las orejas! ¡Marta, María, aquí están nuestros compatriotas galileos con más hambre que un ejército de langostas! Pero, no se preocupen, la Palmera Bonita les ofrece hoy la especialidad de la casa: ¡cabezas de cordero asadas a fuego lento!
Pedro – ¡Mira, Lázaro, no me hables de fuego ni de animales muertos que acabamos de pasar por la Gehenna y allí tenían la misma especialidad de la casa!
María – Bueno, bueno, muchachos, a lavarse las pantorrillas y a comer, que la mesa está servida. Vamos, vamos…
Pedro – Te lo digo, Lázaro, ¡un poco más y se me quema el hocico! ¡No vuelvo a pasar junto a la muralla cuando quemen la basura!
Lázaro – ¿Y qué vas a hacer entonces, Pedro, cuando te quemen a ti en el infierno, cuando venga el diablo y te agarre por los pelos y te deje caer en el Basurero de la Eternidad?
Pedro – ¡Ja! ¡A mí no me agarra! ¡Para ese día ya se me habrá caído el pelo como a Natanael! Alguna ventaja tienen los calvos, ¿no?
En el patio de la taberna, alrededor de una mesa destartalada y grasienta, que olía a vino rancio, estábamos sentados los doce del grupo y Jesús y las mujeres y otros galileos que se hospedaban con Lázaro y sus hermanas. De las cabezas de cordero ya no quedaban ni los ojos. Un par de lamparitas de aceite, colgadas en las paredes, les sacaban sombras misteriosas a las caras de todos los que estábamos allí reunidos.
Pedro – Créanme, camaradas, cuando estaba viendo el fuego en la Gehenna me quedé como los cangrejos cuando les pones una brasa delante de los ojos. Así, tieso. Y después, sentí como unos calambres aquí en la espalda.
Felipe – Peores calambres sentí yo cuando vi lo que le hicieron a un amigo mío.
María – ¿Qué le hicieron, Felipe?
Felipe – Fue horrible. Lo amarraron de pies y manos, le metieron un trapo en la boca para que no gritara y lo subieron a lo alto de la muralla, y abajo la candela, y entre cuatro lo balancearon como un saco de harina, a la una, a las dos, y a las tres… ¡plash! Fue horrible.
Natanael – No seas embustero, Felipe. Eso es un cuento que te has inventado.
Felipe – ¿Un cuento, Nata? Está bien. Cuando se apague la candela, ve a recoger sus costillas tostadas en el basurero.
Lázaro – Por lo menos, en la Gehenna la candela se apaga. En el infierno dicen que el fuego quema y quema y quema… y es como si te pegaran un tizón al rojo vivo aquí en la panza y no se apagara nunca.
Susana – ¡Que el Altísimo nos proteja, amén, amén!
María – ¡Caramba con ustedes, Felipe y Lázaro! ¿No pueden hablar de otra cosa? ¿O es que les cayó mal la comida?
Lázaro – A mí me cayó muy bien. ¿Y a ti, Felipe?
Felipe – A mí también. Claro, a ellos no tanto.
María – ¿A quiénes ellos?
Felipe – A los pobres corderos que nos hemos comido. ¡Si ellos pudieran hablar nos dirían lo que es sentirse con un palo atravesado por el espinazo y dando vueltas sobre una hoguera!
Lázaro – Pues no es por seguir con lo mismo, pero dicen que el demonio también tiene un tenedor así de grande para enganchar a los condenados y asarlos a fuego lento.
Felipe – No, hombre, no, así no acabaría nunca. Lo que tiene es una cacerola de cuarenta pies de largo y ahí, en esas burbujas de aceite hirviendo, va cocinando a sus amigos.
Natanael – ¡Váyanse ustedes con el diablo o cállense de una vez! ¡Me han puesto de punta hasta los pelos del sobaco!
María – ¡A mí también los dientes me están rechinando!
Saduceo – ¡Ja, ja, jaaaa!
Un hombre corpulento y con muchas verrugas en la cara lanzó una ruidosa carcajada.
María – Oye, ¿y de qué te ríes tú, si se puede saber?
Saduceo – ¡Ja! Me río de todas las tonterías que están diciendo ustedes. Yo no creo en nada de eso.
Marta – ¡No me digas! ¿Así que tú no crees en lo del infierno, paisano?
Saduceo – No. Yo creo en lo del muerto al hoyo y el vivo al pollo. Lo demás son cuentos para espantar a los niños. Con la muerte se acabó todo.
Felipe – Ah, ya sé, tú eres un saduceo.
Saduceo – Y eso, ¿qué más da? Yo soy un tipo que discurro, que utilizo la cabeza no para ponerme un turbante sino para pensar.
María – ¿Y qué has pensado tú que piensas tanto?
Saduceo – Lo que dijo el otro: comamos y bebamos que mañana moriremos. Lo demás son paparruchadas.
Lázaro – Pero, ¿cómo puedes hablar así, paisano?
Saduceo – Porque tengo pruebas. ¿Quieres una? Escucha: yo conocí a una mujer que se casó y a los pocos días se le murió el marido. Otra vez se casó y otra vez se le murió el marido. Y otra vez y otra vez y otra vez… y aquella mujer fue viuda de siete hombres. Después, ella también murió.
María – ¿Y qué quieres decir con eso?
Saduceo – Que no puede haber otra vida después de ésta porque si la hay, ¿con cuál de los siete maridos se queda esa mujer? A ver, respondan. ¿No pueden, verdad? Con esto queda demostrado que los muertos no resucitan.
Pedro – ¡No, hombre, no, lo que queda demostrado es que esa mujer tuvo muy mala suerte!
Saduceo – ¡Pues yo digo que eso es una prueba contundente!
Pedro – ¡Y yo digo que eso es una solemne estupidez!
Saduceo – No hay nada, compañeros, ni cielo ni infierno. ¡Ya no hay nadie que crea en ese cuento!
Tobías – Yo sí. ¿Cómo no voy a creer en el infierno… si vengo ahora mismo de allá?
Todos volvimos la cara hacia Tobías, el viejo camellero, que no había abierto la boca en toda la noche. Era un hombre flaco y musculoso, muy quemado por el sol. Parecía hecho de raíces.
Tobías – Sí, amigos, de allá vengo. Estuve cuatro días en el infierno. Y espero no volver nunca más.
Natanael – ¿Qué… qué te pasó? Cuéntanos.
Tobías – ¿Saben? Yo hago la ruta del desierto, la que va de Bersheba hasta Hebrón…
Aquella noche soplaba el viento helado de Temán. Yo tenía sueño de muchos días y me bajé del camello, me enrollé en mi manta de lana y me quedé dormido sobre la arena. Y mientras yo dormía, el camello se asustó con el silbido del viento, se espantó y se perdió en la noche.
Tobías – Eh, ¿dónde diablos te metiste, bestia de las mil rebeldías? ¡Camellooo! ¡Camellooo! ¡Maldita sea, cuando vuelvas te voy a cortar la joroba de un solo tajo!
Pero el camello no volvió. Mi único compañero en aquel interminable camino me había abandonado. Y con él se había ido el cántaro de agua, la comida y la lámpara.
Tobías – ¡Camellooo! ¡Camellooo!
Me sentí desamparado en aquella inmensa oscuridad. No alcanzaba a ver ni la palma de mi mano. Entonces eché a andar, a caminar sin saber hacia dónde, a caminar hundiéndome en esas lomas de arena del desierto, donde sólo viven los escorpiones.
Tobías – ¡Camellooo! ¡Camellooo!
Tenía sed, hambre, cansancio. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que estaba completamente solo. Amaneció y no había nada ni nadie a mi alrededor. Seguí caminando. Volvió la noche sin luna, cerrada sobre mi cabeza como una losa de sepulcro. Yo corría, gritaba, pero nadie me respondía, nadie. Estaba completamente perdido y completamente solo.
Tobías – Y así estuve cuatro días y cuatro noches en aquel infierno.
Pedro – ¿Y cómo saliste de allí, paisano?
Tobías – Me salvaron las estrellas. Ellas son las amigas más fieles que tiene un camellero. Poco a poco, me fueron orientando hasta que atisbé, a lo lejos, una pequeña aldea que le dicen Guerar. Les juro, amigos, que cuando vi a una persona, corrí hacia ella y me tiré a sus pies y se los besé y grité de alegría. Ya no estaba solo. Créanme, prefiero que me quemen en la Gehenna si tengo a alguien junto a mí, que volver a sentirme como allá, sin nadie a mi lado. Porque eso es el infierno: quedarse solo.
Cuando Tobías, el camellero, terminó su relato, todos respiramos hondo, como si también nosotros acabáramos de salir del desierto. Las lamparitas de aceite seguían chisporroteando sobre las paredes de la taberna.
Pedro – ¡Uff! Oigan, compañeros, ¿por qué no cambiamos de conversación? Tengo los ojos del cordero bailándome aquí en la tripa.
Susana – No me extraña, Pedro, con tanto infierno… ¡Ea! ¿Por qué no subimos un rato al cielo? Allá, por lo menos, uno no se sentirá tan solo, digo yo.
Felipe – Yo no sé usted, doña Susana, pero aquella de los siete maridos, sí que tendrá donde escoger, ¿no es así, saduceo?
Saduceo – ¡Deja lo de saduceo, caramba! Yo lo que dije es que no puede haber cielo porque, si lo hay, ¿cómo se las arregla esa viuda?
Lázaro – Y si no lo hay, ¿cómo se las arreglan los ángeles, eh? ¿Dónde se meten todos los angelitos, dime tú?
Felipe – Los angelitos… y también las angelitas. Porque habrá de todo, me parece a mí.
María – Ya comenzó Felipe con sus cosas. Que no, cabezón, que allá arriba no habrá nada de eso.
Felipe – ¿Ah, no? Y entonces, ¿qué hace uno, caramba? ¿Chuparse el dedo?
Susana – Lo que uno hace es ponerse de rodillas ante Dios y adorarlo. Eso es lo que hay que hacer en el cielo.
Felipe – Y después, ¿qué?
Susana – Después, lo sigues adorando porque el Señor es tres veces santo y en el cielo estaremos todos así, con las manos juntas, ante el trono de Dios, repitiendo sin cesar «santo, santo, santo» por los siglos de los siglos.
Lázaro – ¡Amén! Perdone, doña Salomé, pero sólo de pensar en tantos siglos y tanto «santo, santo, santo»… me ha entrado un sueño…
Felipe – Y pregunto yo, camaradas, ¿no habrá otro sitio mejor a donde ir? Porque, a decir verdad, ese cielo está un poco aburrido.
María – No hay otro lugar, Felipe. O al cielo o al infierno. Escoge tú.
Felipe – Bueno, en ese caso… cuando me entierren, que uno de ustedes me eche los dados en el bolsillo, a ver si encuentro por ahí algún querubín que le guste jugar y, entre un santo y otro, nos echamos una partidita. ¿Eh, qué les parece, compañeros?
Jesús – Yo tengo una idea mejor, Felipe.
Felipe – ¡Caramba, Jesús, ya era hora de que abrieras la boca! ¡A ver, suelta esa idea!
Jesús – Digo yo que por qué no sacas los dados y comenzamos el cielo ahora mismo. ¡No hay que esperar a morirse, hombre!
Pedro – ¡Apoyo al moreno! ¿Dónde están esos dados?
Felipe – ¡Aquí están, muchachos! Ea, ¿quién juega?
Lázaro – ¡Yo!
Natanael – ¡Y yo también!
Jesús – ¡Vamos, Lázaro, corre y trae unas buenas jarras de vino! ¡Y tú, María, échale aceite a las lámparas para que estos granujas no hagan trampa en lo oscuro! ¡Marta, pon alguna leña a quemar para sacarnos el frío de los huesos! ¡Vamos, vamos!
Jesús tiró los dados. Y todos los que estábamos alrededor de la mesa, desde el saduceo hasta el camellero Tobías, entramos en el juego.
Felipe – ¡Apuesto cinco a uno a que el cielo será esto mismo: una fiesta de amigos!
Jesús – ¡Pues yo apuesto cincuenta a uno a que será todavía mucho mejor!
Aquella noche en Betania, Jesús nos enseñó que el cielo será una fiesta grande, sin término. Entonces ya no preguntaremos nada y nadie podrá quitarnos la alegría.
Mateo 22,23-33; Marcos 12,18-27; Lucas 20,27-40.
Notas
* El valle de la Gehenna rodea la ciudad de Jerusalén por el oeste. Por el sur se junta con el valle del Cedrón. «Gehenna» es la forma griega de la palabra hebrea «Ge-Hinnom» (Valle de Hinnom). En este valle se habían ofrecido antiguamente sacrificios humanos al dios pagano Moloc, provocando que los profetas maldijeran el valle (Jeremías 7, 30-33). Unos 200 años antes de Jesús la creencia popular era que en la Gehenna estaría situado un infierno de fuego para los condenados por sus malas acciones.
* Por ser un lugar desacreditado y maldito, el valle de la Gehenna se había destinado a basurero público de Jerusalén. En el ángulo sureste de las murallas se abría la llamada Puerta de la Basura, que daba al valle. Por ella se sacaban fuera de la ciudad todos los desperdicios, escombros y desechos, que eran quemados allí. En Jerusalén había barrenderos y diariamente se barrían las calles de la capital. El oficio de basurero estaba en la lista de los oficios «despreciados», por su carácter repugnante.
* Durante siglos, el pueblo de Israel no creyó en el infierno. Creía que al terminarse la vida en la tierra, los muertos bajaban al «sheol», un lugar situado en las profundidades de la tierra o bajo las aguas, en donde buenos y malos mezclados languidecían sin gozo ni pena. El «sheol» es mencionado 65 veces en el Antiguo Testamento, siempre como un lugar triste, donde no hay esperanza de cambio alguno. Otros pueblos como los babilonios creyeron también en un lugar similar (Job 10, 20-22; Salmo 88, 11-13; Eclesiastés 9, 5 y 10). La idea del “sheol” llega hasta el final de la Biblia (Apocalipsis 1, 18). Jesús habló del fuego y del “crujir de dientes” porque era hijo de esta cultura. Pero lo característico de su mensaje fue la esperanza para después de la muerte.
* Doscientos años antes de Jesús surgieron los saduceos, enemigos de los fariseos. Constituyeron un grupo aristocrático, al que se integraron sacerdotes, levitas, terratenientes y mercaderes. Eran gente influyente y poderosa que no creía ni en la llegada del Mesías ni en la vida después de la muerte, por lo bien que les iba en ésta. Ligados al poder romano y a sus beneficios económicos, defendían en su «teología» que la recompensa de Dios sólo se obtenía en esta tierra, precisamente en forma de buena posición, dinero y privilegios. Su falta de «esperanza» estaba, así, muy justificada. Los saduceos eran ardientes defensores del sistema establecido.
* Sólo al final del Antiguo Testamento apareció en Israel la creencia de que después de la muerte habría recompensas y penas para las buenas o malas obras hechas durante la vida. La primera vez que las Escrituras plantean la fe en la resurrección de los muertos y en la inmortalidad individual, es en los libros de los Macabeos (2 Macabeos 12, 41-46; 14, 46). Frente a la muerte de los guerrilleros israelitas que combatieron por la liberación de su pueblo contra tropas extranjeras, el pueblo comenzó a intuir que los mártires de la liberación nacional serían resucitados por Dios. Surgió la convicción de que aquellos héroes no podían estar definitivamente muertos. El libro de los Macabeos no habla de la resurrección de todos los hombres, sino sólo de los caídos en combate. Así, la creencia en la resurrección surgió en Israel a partir de una historia de insurrección.
* Jesús habló del cumplimiento pleno del Reino de Dios, pero nunca llamándolo cielo. Utilizó varias imágenes para hablar del futuro, del “mundo nuevo”: los seres humanos verán a Dios con sus ojos, se repartirá la herencia, se oirán risas de fiesta, la familia de Dios se sentará a la mesa del Padre, se partirá el pan de la vida. Y todo cambiará: los últimos serán los primeros, los pobres dejarán de serlo, los hambrientos serán saciados. Según Jesús, todo lo anunciado comienza ya en la tierra, como un atisbo de lo que será la plenitud. La imagen del banquete de fiesta con la casa a rebosar fue la central en el lenguaje usado por Jesús para hablar sobre el futuro (Mateo 22, 1-14). El “cielo” será una fiesta sin fin.